El Amor como metáfora de nuestro cerebro
El Amor como metáfora de nuestro cerebro.
Ensayo Académico
Autora: María
José Morales Gutiérrez (2017).
“Amamos
siempre a pesar de todo; y este "a pesar de todo" cubre un infinito”.
E.M. Cioran (1911-1995).
E.M. Cioran (1911-1995).
“El cerebro
es una entidad muy diferente de las del resto del universo. Es una forma
diferente de expresar todo. La actividad cerebral es una metáfora para todo lo
demás. Somos básicamente máquinas de soñar que construye modelos virtuales del
mundo real”.
Rodolfo Llinás (Llinás, 1989).
Si algo he aprendido a lo largo de mi vida es que El Amor, con mayúscula, es el motor con más potencia que nos mueve a
los seres humanos, la necesidad de ser reconocidas y reconocidos por las
personas que nos rodean, tener la certeza de que existe en cada una y cada uno
de nosotros, algo que nos hace semejantes a ellas y que, por supuesto, nos hace
dignas de ser las elegidas y los elegidos.
En los últimos años, cuando la madurez de mi vida y sobre todo
de mi cuerpo, me recuerda el paso del tiempo y el irremediable camino hacia la
muerte, al detenerme y revisar qué tal ha sido mi experiencia con aquello que
llaman amor, no puedo remediar pensar y sentir con aplomo que quizás, eso a lo
que llaman amor, no existe como tal, no existe como esa experiencia sublime que
hace al ser humano parecer más noble y que, también quizás esa
pseudonobleza
amorosa, fue una invención para no admitir que, en el fondo, nacimos solas y
solos y moriremos de la misma manera y que seguramente, lo que sí es
cualitativo en el ser humano, es la carencia y la necesidad de llenar el vacío
de nuestra existencia.
Amor, del latín amor-oris; amo, amas, amare. La Real Academia de
la Lengua da hasta catorce acepciones del concepto amor (R.A.E. R. A., Amor, 2017): “Sentimiento
intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y
busca el encuentro y unión con otro ser”. Quizás sea en esta primera definición
donde se encuentre la respuesta a mi reflexión sobre la verdadera existencia
del amor, el resto de las definiciones aportadas son matices y detalles de esta
primera.
¿Qué
significa aquello de “…partiendo de su propia insuficiencia…”?
Volviendo a
echar mano de la R.A.E. (R.A.E., Insuficiencia, 2017), el concepto de
insuficiencia se define como “1. f. Falta de suficiencia. 2. f. Cortedad o escasez
de algo. 3. f. Incapacidad total o parcial de un órgano para realizar
adecuadamente sus funciones”.
¿Quiere
decir esto que en la naturaleza del ser humano está implícita esta falta,
escasez y/o incapacidad para realizar adecuadamente sus funciones, es decir,
para vivir como ser? ¿Puede ser que esta “insuficiencia” esté ligada
directamente al instinto de supervivencia y que precisamente la idea del amor
parta de este instinto? ¿Puede ser entonces que cuando se dice que el “amor es
irracional”, precisamente está en relación directa con este instinto de
supervivencia que habita en nuestro cerebro reptiliano?
Indagando sobre esta cuestión, evidencié que la ciencia ha investigado
muchísimo sobre la cuestión del amor desde un punto de vista biológico y ya se
puede afirmar que éste es simplemente una reacción bioquímica y neuronal que se
produce en nuestro cerebro y en el que interviene sus tres partes: reptiliano, límbico y neocortex (Baralt”, 2016).
Siendo más mujer de pensamiento divergente y sin tener apenas conocimientos
biológicos, he intentado elaborar una teoría propia acerca de cómo se pudo
generar la idea que hoy conocemos del amor, partiendo de un trabajo previo de
investigación y documentación sobre el objeto de reflexión de este ensayo.
Volviendo a la cuestión del instinto de supervivencia, sabemos que éste es
el más importante del conjunto de instintos básicos que se generan en nuestro
cerebro más primitivo, el reptiliano,
el que compartimos con esos primos lejanos que son la mayoría de los animales.
El ser humano, como cualquier otro animal, necesita
relacionarse con los de su especie por una cuestión pura de supervivencia, por
un lado ante el peligro de otros animales mayores y por otro (y creo que aquí
está la clave) por una cuestión de perpetuación de la especie.
El psicólogo y filósofo Arthur Aron (2005), investigó sobre esta misma
cuestión del origen del amor en el ser humano y en sus investigaciones me apoyo
para demostrar en mi teoría, la idea de que el amor está relacionado con una
cuestión de necesidad básica. De la misma manera que ante la necesidad de
mantener vivo nuestro cuerpo físico, hay un instinto que nos empuja a buscar comida,
para la necesidad de perpetuación de la especie y protección de la misma, hay
en el ser humano creado un sistema de origen primario que le empuja a buscar
relaciones íntimas y sentirse apegado a éstas.
La siguiente reflexión que me surge, es la de cómo ha derivado este sistema
primario a la idea del amor que hoy entiende la mayoría de los humanos, una
idea de amor romántico lleno de mitos, un amor escrito, cantado, pintado,
esculpido, suspirado, anhelado, reprimido, vomitado y asesinado a lo largo de la historia
de la humanidad.
Teóricamente el amor nos hace sentirnos bien (en la práctica es otra cosa
diferente), sin embargo, esta idea de “sentirse bien” como emoción, no se
deriva de la idea de amor romántico, sino de una cuestión puramente
fisiológica. Alzamos la voz a los cuatro vientos para gritar que sólo el amor
nos hará libres, cuando se trata simplemente de una ilusión creada por nuestro
cerebro intencionadamente, sin ser conscientes de ella y, claro está, sin tener
la oportunidad de elegirla, una trampa sutil que nos hace sentirnos libres
cuando verdaderamente estamos atrapadas y atrapados y bajo las órdenes del
poder de la supervivencia.
Es en el cerebro límbico, que
también compartimos con primos y primas un poco más cercanos como son los
animales vertebrados, donde habita el mundo de las emociones, sabiendo que
éstas simplemente son una respuesta a estímulos externos. Ante un estímulo de
peligro, sentimos miedo, ante uno de pérdida está la tristeza y, supongo, que
ante un estímulo de placer (entendido como la satisfacción de nuestras
necesidades básicas) está la felicidad o ese “sentirse bien”, es decir, que es
el cerebro límbico el que ha etiquetado todos esos movimientos que se generan
en el interior ante cualquier estímulo que ponga en riesgo nuestra
supervivencia o la proteja.
Desde aquí, se puede entender el amor como una emoción más que se genera
ante una serie de estímulos externos ligados al placer y éste es la trampa
puesta por nuestro cerebro para obligarnos a buscar constantemente la
satisfacción de nuestras necesidades básicas de perpetuación y protección de la vida.
Cierto es que es una descripción muy simplista de un proceso que realmente
debe ser muy complejo a nivel biológico y que pone en movimiento y relación, a
diferentes sistemas orgánicos como es el neuronal y el sistema bioquímico,
además de ser evidente que el cerebro límbico y el reptiliano no actúan de
forma independiente sino que se relacionan y retroalimentan.
Hay un tercer cerebro, el neocortex
que es el que marca la diferencia de los seres humanos con el resto de sus
parientes animales, es decir, que el neocortex es exclusivo de los humanos,
aunque recientes investigaciones han encontrado algunas formas cerebrales
homólogas al neocortex humano en algunas especies de aves y algunos mamíferos
como las ballenas o delfines y, por supuesto, en primates (Gould Elizabeth, 1999). Este descubrimiento
se dio precisamente al observar comportamientos en estos animales muy parecidos
a los comportamientos humanos, entre ellos el enamoramiento o el apego. La
arrogancia del ser humano ha hecho creer durante mucho tiempo, que la
experiencia del amor era única en nuestros corazones y, ya ves, quizás existan
más animales atrapados por la fuerza de sus instintos de supervivencia.
Desde mi escaso conocimiento biológico y neurocientífico, creo que es el
neocortex el que está caracterizado precisamente por una capacidad racional y
por una habilidad creativa, es decir, es el encargado de interpretar y dar
distintos significados a todos esos movimientos bioquímicos y neuronales que se
generan en los otros dos cerebros, de manera que éste también está en continua
relación y retroalimentación con ellos.
Esta capacidad imaginativa del neocortex es lo que ha provocado, a mi
parecer, que una necesidad básica como es la perpetuación de la especie por un
lado y, por otro, la necesidad de protección de la propia vida, derive en la
idea de ese amor sublime tan escrito, cantado y sentido por la inmensa mayoría
de la humanidad.
El ser humano ha llegado a reinterpretar un acto puramente bioquímico, en un acto sublime y transcendental como es
la idea del amor romántico definida de alguna manera como “el establecimiento
de lazos duraderos” (Gonzaga, Turner, Keltner, Campos, & Altemus, 2006), donde se distingue
un componente sexual y otro afectivo.
No creo que haya diferencia alguna entre lo sexual y lo afectivo por mucho
que nos empeñemos en marcarla y en decir que el segundo es más noble que el
primero, yo diría que el componente sexual es espontáneo mientras que la
afectividad es la invención ante la represión de lo sexual.
¿No es sin duda la pulsión sexual de
la perpetuación de la vida y la recompensa que obtenemos de ella, el placer, el
movimiento más potente que se da en el ser humano, siendo ésta en el fondo, una trampa para que
no podamos declinar la orden impuesta desobrevivir y multiplicarnos? ¿No es sorprendente acaso que nuestro cerebro racional sea capaz de controlar cualquier impulso reptil y, sin embargo, la experiencia del amor se escape a cualquier control racional?
Pero a esta interpretación transcendental del amor que proviene del
neocortex, le falta un elemento más que pueda explicar cómo a pesar de ha
quedado en evidencia que la experiencia del amor es una actividad también de
tipo puramente fisiológico, seguimos creyendo que el amor es casi una capacidad
sobrenatural humana.
Y ese elemento que falta es precisamente la cultura. Y es aquí, en este elemento cultural, donde debemos
encontrar la solución al dilema.
Es el componente cultural lo que
hace al ser humano realmente diferente al resto de los animales y seres
vivos, aunque ya existen también algunas
teorías que afirman que algunos animales mamíferos también se pueden considerar
como culturales (Trezano, 2014), aunque también es cierto que, de
momento, carecen de rigor científico.
Volviendo a la R.A.E., se define cultura bajo dos acepciones. La primera
dice que cultura es “conjunto de
conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico” y, en
segunda acepción “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado
de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social,
etc.” (R.A.E. R. A., Cultura, 2017).
En la primera acepción encontramos el sintagma “juicio crítico”,
que nos está diciendo precisamente que el componente cultural se relaciona
directamente con el neocortex, antes del desarrollo de esta parte del cerebro,
no se podía considerar al ser humano como animal cultural, porque la cultura
está ligada a este surgir racional de la evolución humana. La definición de la
segunda acepción nos habla de nuevo de un factor que ya no depende sólo del
neocortex, sino que también de ese primer cerebro reptiliano. Todo ese conjunto
de modos de vida, nos habla del instinto de adaptación reptiliano que se fue
perfeccionando a partir del desarrollo de la razón en el ser humano.
Imagino a una mujer o un hombre hace millones de años dejándose
llevar por sus instintos sensoriales. Señales de hambre, de dolor, de placer…
serían las formas naturales que tendría el ser humano para poder recibir
información de su cuerpo y del ambiente y desde ahí actuar para poder adaptarse
de la mejor manera a las circunstancias.
La aparición del Homo Sapiens
supuso un antes y un después en este instinto de adaptación que evidentemente
está ligado al instinto de supervivencia reptiliano. Ese punto de inflexión fue
la posibilidad de crear conocimiento a partir de la información recibida, la
habilidad racional del neocortex permitió que se pudiera además de reaccionar,
comprender qué es lo que estaba pasando y, desde ahí, pensar en la mejor manera
de adaptarse, sin olvidar que nuestro ser reptiliano era el que mandaba el
estímulo que luego era interpretado por el ser pensante.
Y fue la creatividad de nuestro neocortex, la que no pudo soportar esa
explicación tan vulgar del amor y fue inventándose poco a poco, a través de la
cultura, los diferentes mitos acerca de su origen. Fue así como se inventó a
dios, el mundo de las ideas, a Eros, a Cupido… y a la afectividad como algo
distinto a la sexualidad, ¿Por
qué lo llamamos amor cuando quiere decir sexo? (Gómez,Pereira M. 1993)
Fue la cultura y las diferentes manifestaciones de ésta que fueron
surgiendo a lo largo de la historia de la humanidad sapiens, la que se fue
inventando la idea del amor y la afectividad para no reconocer la impotencia
que causaba el darse cuenta de que el impulso sexual reptiliano es más poderoso
que nuestra capacidad racional controladora de todos los movimientos humanos,
de todos, menos de aquello a lo que llamamos amor.
En resumidas cuentas, ahora que nuestro cerebro ha
evolucionado y sigue evolucionando de tal manera que ya podemos dar respuesta
objetiva, sabemos que el amor, es simple y llanamente un proceso puramente cerebral,
como defiende el profesor Llinás de la Universidad de Nueva York (Llinás, 1989), es que “el sistema
nervioso aparece como una necesidad ante el movimiento de los primeros
animales”: Del cerebro reptil provienen nuestros instintos básicos de
perpetuación, supervivencia y protección de la vida. Este cerebro funciona por
impulsos automáticos que generan unas emociones (movimientos). El encargado de
gestionar dichas emociones es el cerebro límbico que etiqueta y clasifica esas
emociones en base al “sentirse bien o sentirse mal”. Entre los movimientos que
el cerebro límbico interpreta “como sentirse bien” está la etiqueta del placer,
generada por una serie de procesos bioquímicos y neuronales de tanta intensidad
que, el encargado de interpretar esos procesos, el neocortex, en su origen, no
fue capaz de obtener una respuesta objetiva dentro de él que pudiera dar
explicación a lo que estaba pasando y se inventó la idea del amor y de su
naturaleza transcendental, es decir, que sobrepasa los límites puramente
físicos, para explicar dichos procesos. Y todo esto nada más que para buscar la
solución más eficaz a la necesidad de perpetuación, supervivencia y protección.
La capacidad creativa e imaginativa de nuestro cerebro racional junto con el
desarrollo del ser cultural, montó el resto de la historia y mitos que giran en
torno a la idea del amor.
Pido disculpas si ha podido resultar engorroso este
planteamiento descrito desde una perspectiva biológica con matices filosóficos.
Disculpas por mi atrevimiento a crear una teoría partiendo de mis escasos
conocimientos sobre esta área de la ciencia que supone la biología y mi poca
habilidad para redactar de forma escrita esos conocimientos, pero necesitaba
explicar de antemano todo este complejo proceso inventado por mi mente
racional, para volver a posicionarme sobre mi propio concepto de amor y su
naturaleza.
Y, aunque me cueste admitirlo y me invada una profunda sensación
de nihilismo nietzscheano, hace ya tiempo que descubrí que aquello a lo que llamamos amor no tiene tanta importancia como queremos otorgarle o, en un intento de poder parecer un poco más idealista, tendría al menos la misma importancia que otros actos y comportamientos del ser humano como alimentarse, descansar, luchar e incluso morir.
de nihilismo nietzscheano, hace ya tiempo que descubrí que aquello a lo que llamamos amor no tiene tanta importancia como queremos otorgarle o, en un intento de poder parecer un poco más idealista, tendría al menos la misma importancia que otros actos y comportamientos del ser humano como alimentarse, descansar, luchar e incluso morir.
No puedo negar que el comportamiento amoroso genera en las
personas uno de los mayores movimientos (e-mociones) fisiológicos (bioquímicos,
neuronales y epigenéticos) y que, posiblemente, la intensidad de estos
movimientos y la posible sensación de desbordamiento racional que se pueda
generar en la personas ante la incapacidad de poder comprender y controlar
dicho proceso, sea lo que ha hecho que el amor se interpretara como un “Experiencia Religiosa” (Iglesias,E. 1995).
Nos inventamos El Amor mayusculado en un
momento en que la torpeza novel de nuestro cerebro racional, no sabía
interpretar objetivamente qué es lo que estaba pasando realmente y, cuando nos
dimos cuenta, preferimos seguir viviendo esa experiencia desde la belleza
metafórica creada por nuestro cerebro a través de nuestra habilidad
imaginativa, preferimos seguir engañándonos, para no herir nuestra sensibilidad
y no reconocer la repugnancia que nos produce la mayoría de nuestros actos
instintivos.
Lo que me parece más sorprendente de todo este asunto es que
esta explicación sobrenatural del amor, proveniente de las limitaciones del
cerebro reptiliano y límbico e incluso de las interpretaciones primeras de un
neocortex en su primeras fases de desarrollo y evolución, no haya sido
sustituidas aún por las explicaciones lógicas que nuestro cerebro puede aportar
a la pregunta sobre el amor.
Y puede ser precisamente que la respuesta a este desfase entre
evolución y creencias primitivas, esté en las primeras manifestaciones
culturales de los seres humanos. Nietzsche fue capaz de dar muerte a la idea de
dios, pero aún no ha existido nadie que haya tenido la misma influencia para
destapar la verdad sobre el amor, para desmontar toda una construcción cultural
y religiosa de la idea del amor.
Y pasaré de largo para poder dar punto y final a este ensayo, la
otra cara de esa idea romántica y plutoniana del amor. Porque sería iluso
pensar que el amor sólo nos aporta satisfacción. De la misma manera que se
puede explicar a nivel biológico y evolutivo ese “sentirse bien” de la
experiencia del amor, también se podría explicar ese “sentirse mal” que también
deriva de la experiencia del amor, esa Tristeza de Amor que cantó y
conmovió los corazones rompiéndolos en mil pedazos Hilario Camacho.
Brillante y lúcido.
ResponderEliminar